De La Familia A La Escuela

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Infancia, socialización y subjetividad

SANDRA CARLI – ALICIA LEZCANO – MARIANA KAROL – MARTHA AMUCHASTEGUI

Compiladora  Sandra Carli

SANTILLANA

 

 

 

CAPÍTULO 1

La infancia como construcción social

Sandra Carli

Introducción

En este capítulo intentaremos desplegar un conjunto de reflexiones acerca de los niños en la sociedad contemporánea y de los desafíos de la educación infantil en la Argentina actual.

Primero exploraremos cómo se están modificando las fronteras entre la infancia y la adultez en un escenario de mundialización de la cultura y de exclusión social, y cómo esto demanda la construcción de una nueva visión del niño como sujeto en crecimiento y en constitución.

En segundo término analizaremos la emergencia del concepto de infancia como construcción histórica de la modernidad, centrándonos en el papel que desempeñó la escolaridad pública respecto de la población infantil, tanto desde una perspectiva de control y disciplinamiento del niño como de modulación cultural.

En tercer lugar realizaremos un recorrido por algunos de los imaginarios acerca de la infancia que se localizan en el siglo xx y por las diferentes tesis sobre el niño, teniendo en cuenta sus orígenes, como las formas de circulación y resignificación en los lenguajes cotidianos, en los conflictos sociales, y en los procesos educativos y culturales actuales.

Por último, plantearemos nuestra perspectiva acerca de la necesidad de construir una nueva mirada pedagógica de la infancia, que favorezca tanto la comprensión de las nuevas posiciones e identidades de los niños como una problematización de la Posición del adulto educador.

Los niños por-venir

“El que no anduvo su pasado no lo cavó, no lo comió, no sabe el misterio que va a venir, nunca puso su vida para el misterio que va a venir” (Los rollos del mar Muerto).

El historiador francés Jean-Louis Flandrin sostiene que “la infancia es una obsesión del pensamiento contemporáneo”.’ Obsesión de la modernidad que no indica necesariamente que ésta haya generado un mayor y progresivo bienestar de la población infantil en el mundo. Sin embargo, a lo que sí alude es a que la infancia se convirtió en un objeto emblemático del siglo xx fijado por los saberes de distintas disciplinas, capturado por dispositivos institucionales, proyectado hacia el futuro por las políticas de Estado y transformado en metáfora de utopías sociales y pedagógicas.

Sin embargo, la constitución de la niñez como sujeto sólo puede analizarse en la tensión estrecha que se produce entre la intervención adulta y la experiencia del niño, entre lo que se ha denominado la construcción social de la infancia y la historia irrepetible de cada niño, entre las regularidades que marcan el horizonte común que una sociedad construye para la generación infantil en una época y las trayectorias individuales’

La mirada de los historiadores de la infancia, cuyas tesis desplegaremos luego, ha estado centrada en el relato de los procesos por los cuales, a partir de la modernidad, la infancia adquirió un status propio como edad diferenciada de la adultez, en cómo el niño se convirtió en objeto de inversión, en heredero de un porvenir. La mirada de los psicoanalistas, en cambio, ha estado atenta a la singularidad del niño,’ ha focalizado la temporalización de la subjetividad,’ para leer y analizar las articulaciones complejas que se tejen en la historia infantil con lo histórico-social.

En la actualidad se está produciendo un debate acerca del alcance de la invención de la infancia moderna, cuyos rasgos más importantes la ligaban con la escolarización pública y la privatización familiar; por otra parte, las interpretaciones psicoanalíticas sobre la subjetividad infantil son objeto de revisión ante la complejidad de los vínculos parentales, de los procesos de identificación y de la constitución psíquica de cada niño en la vida contemporánea.’

Las nuevas formas de la experiencia social, en un contexto de redefinición de las  políticas públicas, de las lógicas familiares y de los sistemas educativos, están modificando en forma inédita las condiciones en las cuales se construye la identidad de los niños y transcurren las infancias de las nuevas generaciones. Esto está generando un terreno propicio para el debate acerca de las formas de constitución de los niños como sujetos y como sujetos de la educación, pero también para la construcción de nuevos lenguajes que den cuenta de lo real y de lo desconocido que la experiencia infantil revela para los adultos.

Los estudios sistemáticos, tales como los testimonios cotidianos, coinciden en destacar esta mutación de la experiencia infantil que conmueve a padres y maestros, seduce al mercado e intentan explicar los especialistas. Si bien no es   posible hablar de “la” infancia, sino que “las” infancias refieren siempre a tránsitos múltiples, diferentes y cada vez más afectados por la desigualdad,` es posible, sin embargo, situar algunos procesos globales y comunes que la atraviesan.

Esa mutación se caracteriza, entre otros fenómenos, por el impacto de la diferenciación de las estructuras y de las lógicas familiares, de las políticas neoliberales que redefinen el sentido político y social de la población infantil para los  estados-naciones, de la incidencia creciente del mercado y de los medios masivos de comunicación en la vida cotidiana infantil, y de las transformaciones culturales, sociales y estructurales que afectan la escolaridad pública y que convierten la vieja imagen del alumno en pieza de museo.

El comentario cotidiano que señala que “los niños son diferentes hoy” se asienta en una verdad: los niños siempre son testigos y contemporáneos de un presente histórico frente al cual la percepción e interpretación de los adultos se hallan más mediadas por la inscripción del pasado en su memoria generacional. Difícil  es, en este sentido, la situación del maestro, que debe sortear esto para llevar adelante la tarea de enseñanza, pero que debe pensar también en la cuestión de la temporalidad para favorecer la transmisión.

Esta situación estructural, que distingue la mirada y la experiencia de las edades, se agudiza en las últimas décadas ante la impugnación de las tradiciones culturales, la pérdida de certezas (entre otras, las referidas al trabajo, la procreación, etc.) y la imposibilidad de prever horizontes futuros. Desde la problemática del medio ambiente hasta los fenómenos en el campo de la genética, todo indica transformaciones aceleradas que impactan sobre el registro temporal de las generaciones.

Provisionalmente, sostendremos que estos fenómenos, entre otros, hacen que la frontera’ construida históricamente bajo la regulación familiar, escolar y estatal para establecer una distancia entre adultos y niños, y entre sus universos simbólicos, ya no resulte eficaz para separar los territorios de la edad. Afirmación fuerte y hasta taxativa, pero que merece analizarse sin prejuicios.

Algunos autores sostienen que los medios masivos de comunicación barrieron con el concepto de infancia construido por la escuela. Exploremos esta hipótesis. Neil Postman, en un texto de notoria difusión en el ámbito educativo, llega a sostener la “desaparición de la infancia” -de ese artefacto social creado en el Renacimiento-, a partir de la erosión, provocada por los mass media, de la línea divisoria entre la infancia y la adultez.° Afirma a su vez que, así como los medios gráficos crearon a la infancia, los electrónicos la están expulsando o haciendo desaparecer, al modificar las formas de acceso a la información y al conocimiento. El politicólogo italiano Giovanni Sartori se extiende en la idea de constitución de un nuevo tipo de niño, el “vídeo-niño”, a partir de considerar a la televisión como una nueva paideia.’

Estas interpretaciones, centradas en el impacto de la imagen sobre la cultura infantil, se vinculan con el proceso de mundialización de la cultura que describe Renato Ortiz.” Según este autor, la socialización en el consumo, que remite a un mercado mundial, instala una memoria de tipo internacional-popular de dimensión planetaria a partir de objetos compartidos a gran escala, que se graban en la experiencia del presente y llenan el vacío del tiempo. Esa memoria se contrapone a la memoria nacional, que pertenece al dominio de la ideología, depende del Estado y de la escuela, y opera por el olvido. Coincidiendo con Sartorí, para Ortiz los medios proveen a un tipo de socialización y cumplen funciones pedagógicas que antes desempeñaba la escuela; proveen referencias culturales para las identidades de los hombres, en este caso, de los niños.

Siguiendo el argumento de estos autores, los cambios en la esfera mundial provocados por la expansión planetaria de los medios y las tecnologías a partir de los años ’50 han favorecido una mayor distancia cultural entre las generaciones.

El historiador Eric Hobsbawm, entre otros, se ha detenido en la explicación de este proceso;” afirma la existencia de una brecha o desfase provocado por “la destrucción del pasado o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de las generaciones anteriores”.

El borramiento de las diferencias entre niños y adultos, no es sólo un fenómeno    cultural provocado por el impacto del universo audiovisual, sino que también puede explorarse en el terreno social. La vida cotidiana de amplios sectores de niños no se distingue de la de los adultos en la medida en que comparten cuerpo a cuerpo la lucha por la supervivencia. El trabajo infantil, los chicos de la calle, el delito infantil, son fenómenos que indican experiencias de autonomía    temprana, una adultización notoria y una ausencia de infancia, nada inéditos en América latina. La pobreza, la marginación y la explotación social reúnen a las generaciones en un horizonte de exclusión social que no registra diferencias por edad. Respecto de ello, el trabajo social con niños denuncia las limitaciones  de los saberes producidos hasta ahora y requiere un nuevo tipo de profesionales que considere a los grupos sociales como actores y a los niños como sujetos.

Sea por efecto de la globalización del mercado y del impacto cultural del consumo a nuevas edades o por la exclusión social que afecta a amplios sectores, o por sus efectos combinados, el borramiento de las diferencias entre niños y adultos no nos permite afirmar en forma terminante que la infancia desaparece. También podríamos argumentar en este sentido que los medios, y el mercado que se organiza en torno a ellos como: potenciales consumidores, han fundado una “cultura infantil”, con el mismo impacto que tuvieron en la conformación de una cultura juvenil global a partir de la Segunda posguerra.”

Lo que queremos afirmar entonces es que las infancias se configuran con nuevos rasgos en sociedades caracterizadas, entre otros fenómenos, por la incertidumbre frente al futuro, por la caducidad de nuestras representaciones sobre ellas y por el desentendimiento de los adultos, pero también por las dificultades de dar forma a un nuevo imaginario” sobre la infancia. Desapareció “nuestra” infancia, la de los que hoy somos adultos, la que quedó grabada en la memoria biográfica, y la de los que advienen al mundo nos resulta ignota, compleja, por momentos incomprensible e incontenible desde las instituciones.

“Desaparecer”, en la Argentina, remite a la no localización de los cuerpos. Según el diccionario, alude a “ocultarse, quitarse de la vista”; parecería que e debate contemporáneo invita a volver a ponerlos a la vista, a volver a construir una mirada de los cueros y las almas de nuestros niños, ésos tan obvios y tan naturalizados, tan dados por constituidos en las instituciones. Se carece no de niños sino de un discurso adulto que les oferte sentidos para un tiempo de infancia que está aconteciendo en nuevas condiciones históricas, para niños que son a la vez ciudadanos del mundo y objeto de exterminio. Y en un mundo, a su vez, en el que los adultos deben redefinir su propia ubicación en una sociedad compleja.

El niño como sujeto en crecimiento

Si admitimos que la infancia es una construcción social, el tiempo de infancia es posible si hay, en primer lugar, prolongación de la vida en el imaginario de una sociedad. Cuando algunos historiadores señalaron que “la omnipresencia de la muerte” incidió hasta el siglo xvii en un escaso interés en invertir en la vida de los niños, y que ello reducía a su vez las posibilidades de supervivencia de éstos,” destacaron la articulación histórica entre vida e infancia. Con esto quiero señalar que pensar la infancia supone previamente la posibilidad de que el niño devenga un sujeto social que permanezca vivo, que pueda imaginarse en el futuro, que llegue a tener historia.

Esto remite, entre otras cosas, a un debate social acerca de lo que Hannahh Arendt denomina “actitud hacia la natalidad”, “entendiendo por ello el hecho de que “todos hemos venido al mundo al nacer y de que este mundo se renueva sin cesar a través de los nacimientos”. Actitud frente a lo nuevo que nace al  mundo y que compromete a los adultos a una transmisión del sentido propio de  ese mundo.

En siglos pasados, la prolongación de la vida infantil requería no sólo combatir epidemias sino desterrar las prácticas del infanticidio; en la actualidad, a pesar de los avances científicos y del reconocimiento jurídico de los derechos del niño, su vida sigue estando amenazada por las políticas de ajuste y la desresponsabilización del Estado de su rol público. Afirmar la continuidad de la vida no implica, entonces, sostener una visión naturalista que ate la noción de niño a su status biológico, sino seguir valorando simbólicamente la dimensión vital del crecimiento del niño (cuyo cuerpo se extiende de estirón en estirón) y de su proyección hacia el futuro.

Los acelerados cambios científico-tecnológicos que incluyen las nuevas condiciones para la procreación y el nacimiento, los reposicionamientos de los adultos frente a horizontes de desempleo y exclusión, con el consecuente impacto sobre las prácticas de crianza y de educación, de transmisión, en suma, y la ruptura cultural de los lazos intergeneracionales y sociales, inciden en el sentido de la vida que la sociedad modula.

En segundo lugar, la posibilidad de ese tiempo de infancia requiere pensar un tipo de vínculo entre adultos y niños en el que la erosión de las diferencias y de las distancias -y el aumento de la desigualdad social entre distintos sectores de la población infantil- no devenga obstáculo epistemológico o material para la configuración de una nueva mirada pedagógica que permita la construcción de  otra posición del adulto educador. Desafío para una voluntad educativa que respete lo que Basil Bernstein llama el “derecho al crecimiento”, entendiendo el crecimiento como “la posibilidad de experimentar los limites-sean éstos de naturaleza social, intelectual o personal- no como prisiones o estereotipos, sino como puntos de tensión que condensan el pasado-y que se abren hacia futuros posibles”.” Derecho que es condición de lo que denomina “la confianza”, a la que se suman el derecho a la inclusión y el derecho a la participación.

Educar en la sociedad contemporánea requiere en buena medida volver a considerar al niño como un sujeto en crecimiento, como un sujeto que se está constituyendo,” que vive, juega, sufre y ama en condiciones más complejas, diversas y desiguales. Supone admitir, por otra parte, que frente a un niño en crecimiento hay adultos cuyas identidades, en tanto relacionales y nunca constituidas plenamente, se hallan abiertas a la contingencia y deben ser contextuadas, que están afectadas hoy por la impugnación de las tradiciones, por la crisis de los mandatos institucionales y por la pauperización de las condiciones de vida, pero también por la persistencia del deseo de una sociedad más justa.

Desde allí, la transmisión cultural puede tornarse promesa. Si bien el mercado u otros fenómenos modifican las identidades de niños y adultos, no eliminan las posiciones diferenciales que unos y otros ocupan en todo proceso de transmisión.

Tal como señala Freud, la brecha entre nuestra memoria de infancia, siempre atravesada por la represión y por la amnesia, y el presente de los niños debería dejar de ser motivo de repetición y de una nostalgia conservadora para convertirse en argumento para restituir a niños y educadores una nueva condición de sujetos.

Infancia y modernidad. ¿Se perdió algo?

Al admitir la aparente extinción de la infancia moderna, que en el imaginario (occidental y urbano) canonizado por la literatura infantil, los libros de lectura o las publicaciones escolares debía transcurrir entre la casa familiar, la escuela y las veredas del barrio, entre la vida pública y el mundo privado, entre la autoridad de los adultos y los secretos de los niños, se parte de un supuesto y de la constatación de una pérdida. Ese supuesto es el que indica que esa infancia tuvo un status histórico y que la crisis de la modernidad barrió con ella. La pregunta es, entonces, ¿qué se perdió? La evidencia de la privatización de los espacios públicos de juego de los niños (desde las plazas hasta las fiestas de cumpleaños), de la creciente saturación de la oferta del mercado para el consumo infantil o la cotidiana presencia de niños viviendo en las calles, ¿es sólo un dato coyuntural o el indicador de cambios más profundos?

La educadora sueca Ellen Key denominó al siglo xx el “siglo de los niños”, especie de metáfora para nombrar los nuevos tiempos universales caracterizados por la voluntad de emancipación de la niñez de sectores interesados en propiciar una transformación de las condiciones de vida de los niños. Aquella pretensión nunca fue clausurada, en la medida en que no está articulada exclusivamente con los justos ideales de ciertos sectores o con los horizontes de progreso y bienestar de una sociedad. La imposibilidad de “salvar” a la infancia no se vincula sólo con la insuficiencia de las políticas y de los consensos sociales, sino con las tendencias filicidas que se expresan en las luchas genealógicas entre adultos y jóvenes que Freud ha reconocido como origen de la cultura.” Cabe destacar que formó parte de los debates pedagógicos de las primeras décadas de este siglo la discusión sobre la educación espartana, en un contexto en el cual la difusión de las tesis positivistas y darwinistas conducía a evaluar la eliminación o no de los diferentes.

Pero más allá de esa violencia primigenia, que está en el origen de la cultura y que nos conduciría a otro tipo de lecturas, lo que nos interesa destacar es que en los proyectos de la modernidad europea y latinoamericana la educación de la niñez fue una de las estrategias nodales para la concreción de un orden social y cultural nuevo que eliminara el atraso y la barbarie del mundo medieval y colonial. Un imaginario del cambio cultural y social que, a la vez que supuso en América latina la guerra contra el español y el exterminio del indio, favoreció la significación de la infancia a partir de la concepción de la niñez como germen de la sociedad política y civil del futuro, y de su escolarización como garantía de un horizonte de cambio social y de progreso.

En Sarmiento esta mirada resulta ejemplificadora, en la medida en que su interés por la cuestión del niño se vinculaba con, el proyecto político liberal de fundar una sociedad moderna. Sarmiento consideraba al niño como un menor sin derechos propios, que debía subordinarse a la autoridad disciplinaria del maestro y de los padres; pero a la vez lo consideraba una bisagra con la sociedad futura, debía ser estudiado para lograr proporcionarle una educación eficaz que lo situara generacionalmente como pieza de una nueva cadena histórica.” En  1853, Sarmiento sostuvo:

En la sociedad política compuesta de hombres, pues ni los menores ni las  mujeres entran en ella, no puede decirse que el gobierno solo tiene razón,  porque la monstruosidad es aparente, los gobernados son hombres. Pero no sucede así en una escuela, aunque se componga de jóvenes de veinte años. Hemos dicho que ante la ley son menores de edad, sin el más mínimo derecho […]. El niño ante la razón es un ser incompleto, y el púber lo es más aun, ya porque su juicio no está todavía suficientemente desenvuelto, ya porque sus pasiones tomen en aquella época un desusado y peligroso desenvolvimiento.

Sarmiento. Disciplina escolar, 1853.

 La autoridad del maestro del Estado se sobreimprimió a la autoridad familiar, en un proceso que marca la tensión entre orden privado y orden público y que indica la gradual delegación de tareas en el Estado educador.

 La educación moderna del siglo xix en la Argentina se debatió entre la pedagogía naturalista de J.- J. Rousseau, quien concebía al niño como prolongación del mundo de la naturaleza y cuya educación “negativa” (con escasa intervención del adulto) posibilitaría la constitución de un sujeto autónomo desde el punto de vista moral, y la pedagogía social de G. Pestalozzi, obsesionada por la creación de un método de enseñanza de la lectoescritura que facilitara la educación  de masas de niños pobres por un único maestro.” Pedagogías diseñadas al calor del imaginario de la Revolución francesa, y que en el siglo XIX circularon entre maestros y pedagogos que protagonizaron la fundación del sistema escolar  en la Argentina: el problema eran entonces los “salvajes” niños de distintos sectores sociales convertidos en alumnos.”

También sostenía Sarmiento:

El maestro de escuela, al poner en las manos del niño el silabario, lo constituye en miembro integrante de los pueblos civilizados del mundo y lo liga a la tradición escrita de la humanidad, que forma el caudal de conocimiento con que ha llegado, aumentándolo de generación en generación, a separarse irrevocablemente de la masa de la creación bruta.

Sarmiento. Los maestros de escuela.

Esta nueva posición del niño con la modernidad, que puede recorrerse a través de la lectura de la obra de Sarmiento y de otros pedagogos, políticos y filántropos del siglo XIX en América latina, comenzó a ser objeto de investigación histórica a partir de estas últimas décadas. Hasta la primera mitad del siglo xx las historias políticas y las historias de la educación se habían ocupado de describir la emergencia de los estados-naciones modernos y de los sistemas de instrucción pública, pero volviendo invisibles a las generaciones de niños que transitaban

por las fábricas o las escuelas, minimizando el impacto de las concepciones sobre el niño en el cambio histórico.

Philippe Ariés, el historiador francés que con su obra pionera El niño y la infancia en el Antiguo Régimen, publicada en 1961, suscitó un creciente interés por la cuestión de la infancia, sostuvo por ello que su deseo era “salir de la política” para poder explicar el cambio histórico desde otras perspectivas: los cambios en la mentalidad de los adultos respecto de los niños.

La obra de Ariés inauguró una nueva ruta de la historiografía, una serie de trabajos de historiadores de la infancia, de la familia y de la vida privada que permitieron convertir al niño en objeto de investigación. Ligadas en su origen a la historia de las mentalidades, las historias de la infancia constituyen un conjunto heterogéneo. En todos los casos, sus desarrollos no aluden a evoluciones lineales de las condiciones de vida de los niños, sino que describen procesos progresivos y regresivos, continuidades y rupturas. Lo que sí es posible concluir es que la historia de la infancia está atravesada por las luchas políticas, las ideologías y los cambios económicos, como cualquier otro objeto de interpretación historiográfica.

El punto de coincidencia entre los historiadores radica en localizar en la modernidad, entre los siglos xvii y xviii, la emergencia de un nuevo tipo de sentimientos, de políticas y de prácticas sociales relacionadas con el niño. Las tesis básicas de Ariés, algunas de ellas discutidas con posterioridad, señalan que, a diferencia de la sociedad tradicional, que no podía representarse al niño y en la que predominaba una infancia de corta duración (período de máxima fragilidad del niño), en las sociedades industriales modernas se configura un nuevo espacio ocupado por el niño y la familia que da lugar a una idea de infancia de larga duración y a la necesidad de una preparación especial del niño. Este vuelco hacia un mayor interés por el niño se vincula con la emergencia de la familia nuclear y es acompañado más tarde por la reducción del número de nacimientos y por la organización de la familia como espacio privado. Según Ariés, la socialización familiar reemplaza a la sociedad comunitaria, produciéndose una “revolución sentimental y escolar”.

Ariés describe la experiencia francesa, en la cual comenzó, entre los siglos XVII y XVIII, la “retirada de la familia de la calle, de la plaza, de la vida colectiva, y su reclusión dentro de una casa mejor defendida contra los intrusos, mejor preparada para la intimidad”.

La experiencia inglesa fue analizada por el historiador Lawrence Stone, quien describe los cambios experimentados entre 1500 y 1800 en las familias de la alta burguesía de los pueblos y de la baja nobleza del país a partir de la aparición de un sentido de privacidad doméstica que acompaña el aislamiento del núcleo familiar, favoreciendo relaciones interpersonales de mayor cohesión psicológica dentro de la unidad conyugal y produciendo una transferencia parcial de las funciones de la Iglesia a la familia.”

Una exploración de la experiencia argentina nos ubica en el complejo escenario de los siglos XVIII y xix. Según el historiador argentino Ricardo Cicerchia, en el 1800 había familias nucleares y familias extensas, y “ello anuncia en la Argentina una voluntad general de constituir familias pequeñas”.30 Junto al modelo patriarcal hegemónico existía “el complejo y variado sistema de hábitos sociales que incluyó consensualidad, ilegitimidad y exogamia, produciendo sujetos de derecho al margen de la normativa y del discurso oficial”.” En suma, “niños” y “menores” fueron luego los nombres con los que se ordenó un mapa de la población infantil complejo y heterogéneo (niños legítimos e ilegítimos, abandonados y huérfanos, alumnos y asilados, etcétera).

Los debates en torno a la sanción, en 1884, de la ley 1420, por la cual se estableció la obligatoriedad escolar, reflejaron las polémicas acerca de las concepciones  vigentes sobre la familia y la ubicación del niño en un orden privado y público en la etapa de fundación del sistema educativo.” La polémica, entonces, se refería a si el niño debía ser la prolongación de la familia, un brazo o propiedad de ella, o un sujeto de un nuevo orden social público.

El reconocimiento de los derechos de los menores fue el argumento que esgrimió el liberalismo laico para imponer la obligatoriedad de la educación pública, en un contexto de fundación del Estado nacional.

Este debate se agudiza hoy, cuando están cuestionados los límites entre lo público y lo privado, y en buena medida se ha invertido respecto del momento de fundación del sistema escolar en las últimas décadas del siglo xix. La cuestión en juego no es cómo imponer a los padres la obligación de enviar a sus hijos a la escuela, sino cómo el Estado puede seguir siendo el garante principal de la educación pública.

La escolarización de la infancia

“Ustedes conocen por experiencia el efecto del corral sobre los animales indómitos. Basta el reunirlos para que se amansen al contacto del hambre. Un niño no es más que un animal que se educa y dociliza” (Sarmiento, 1862).

La construcción social de la infancia moderna se relaciona no sólo con las transformaciones de la familia sino con la emergencia de la escolaridad. La escuela “sustituyó el aprendizaje por medio de la educación”, provocando el cese de la cohabitación de los niños con los adultos y el aprendizaje por contacto directo.

Según Flandrin, el proceso de escolarización de la infancia desembocó en “la infantilización de un amplio sector de la sociedad”,’* que dio lugar, por otra parte, a un proceso de pedagogización de la infancia.”

Este proceso de escolarización de la niñez se interpretó de maneras muy diversas. Arias lo calificó como un “período de reclusión”, de cuarentena.” Autores como Michel Foucault insistieron en sus efectos de disciplinamiento de los cuerpos y de las conciencias, en considerarlo el territorio de una “política del cuerpo”.

Detengámonos en la visión de Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría, en un trabajo que reúne diversos artículos referidos a la aparición de la escuela moderna y al lugar del niño. Sostienen allí que la escolarización fue una “maquinaria de gobierno de la infancia” a partir de la cual se produjo la definición de un estatuto, la emergencia de un espacio específico para la educación de los niños, la aparición de un cuerpo de especialistas de la infancia, la destrucción de otros modos de educación y la institucionalización de la escuela a partir de la imposición de la obligatoriedad escolar.”

Diferencian, por otra parte, la constitución de la infancia rica vinculada a la familia (hijos de familia) de la pobre, resultado de una intervención directa del gobierno, y concluyen que la aparición de la escuela obligatoria fue un instrumento constitutivo de un sentimiento hacia la infancia hasta entonces inexistente en las familias de sectores populares.

La escolaridad obligatoria funcionó en la Argentina como un dispositivo disciplinador de los niños de los sectores populares, hijos de la inmigración y de la población nativa,” pero al mismo tiempo tuvo una incidencia efectiva en la conformación del tejido social y cultural del país”. La escuela favoreció la constitución de una cultura pública que incidió generacionalmente en el quiebre de la sociedad patriarcal, en la lucha por un horizonte de ciudadanía democrática y en la posibilidad de construir una sociedad integrada desde el punto de vista cultural. Los niños se inscribieron, a través de la escuela, en un orden público.

Si bien en cierto sentido la implantación del sistema escolar supuso violentar el orden cultural preexistente, al imponerse a la sociedad la obligatoriedad de asistencia a la escuela de los menores de 6 a 14 años, esto incidió en la constitución de los niños como sujetos, ya que comenzaron a ser interpelados por diversos tipos de discursos, que oscilaron entre la protección, la represión y la educación.”

Empezaron a ser visualizados como un colectivo, como una generación constitutiva de la población argentina, y la educación fue el mejor espacio para su inclusión.

A partir de allí el niño quedó capturado en buena medida por la escuela; la infancia se convirtió en el punto de partida y en el punto de llegada de la pedagogía,” pero una pedagogía que dialogaba con la criminología, con la psicología experimental, con la literatura, con los estudios médicos, es decir, con el conjunto de saberes que en la época otorgaba validez científica a la pedagogía y prescribía acerca de la naturaleza y la identidad propias del niño. Las capturas de éste por los saberes y las instituciones son un problema en la medida en que pretenden cerrar las identidades y eliminar la contingencia que las afecta.

Esa captura pedagógica y escolar que caracterizó al positivismo de principios de siglo no estuvo exenta de polémicas educativas sobre el estatuto del alumno.

Los textos de los pedagogos positivistas de fines del siglo xix intentaban fijar y cerrar la identidad del niño a las necesidades de la lógica escolar y lograr su disciplinamiento para hacer posible la tarea de enseñar del maestro, entendida como una batalla contra los instintos colectivos de la masa infantil y contra las diferencias dentro de ella.” Pero también los informes de la época, los propios escritos de los maestros y la memoria de los alumnos denunciaban los límites de ese dispositivo explicativo y, por lo tanto, de sus efectos en el disciplinamiento.

Las conductas infantiles siempre desbordan la estrechez de la mirada adulta, obsesionada entonces por controlar el exceso de movimiento, la atención dispersa, el cuchicheo y los motines.

En muchas escuelas persiste la pretensión de controlar los cuerpos y las conductas, pero ésta fracasa en el intento de lograr que, los gestos de los educadores provoquen conductas automáticas en los niños (silencio, orden, obediencia).”

Son huellas de esa obsesión positivista que fundó a la escuela, pero también de las dificultades actuales para lograr construir en las instituciones educativas condiciones para llevar adelante los procesos de enseñanza-aprendizaje y de la ilusión de contar con una tecnología eficaz que borre el dilema cultural y social que se pone en juego en todo encuentro intergeneracional.

Los niños en el siglo xx: entre la permisión y la represión

“[…] la infancia es, por excelencia, una de esas zonas-límite en que lo público y lo privado se bordean y se afrontan a veces violentamente” (Michelle Perrot).

La pretensión de sujetar al niño a un orden instituido (en este caso, el escolar) y de definir desde allí su identidad, no llega a ser total, en la medida en que, como toda identidad, la del niño es siempre precaria, relacional y abierta. Los niños nunca quedan absolutamente capturados o fijados por las prescripciones adultas o por la lógica de las instituciones: están atravesados por la historia en su carácter de sujetos en constitución.

Sin embargo, es posible analizar cómo en distintas épocas ciertos imaginarios acerca de la educación infantil han permeado la constitución de los niños como sujetos; nos referimos a ciertas regularidades que remiten a la trama cultural de un período histórico. Así como en la primera mitad del siglo xx la cultura escolar favoreció la tematización del alumno y la lucha por la democratización del acceso fue nodal, las impugnaciones a la escuela que se multiplicaron con diversos argumentos a partir de los años ’50 modularon nuevos imaginarios.

En este sentido, Lawrence Stone sostiene: “El único cambio lineal constante en los últimos 400 años parece haber sido un creciente interés por los niños, aunque su trato en la actualidad oscila cíclicamente entre la permisividad y la represión”.” Las miradas a la infancia han oscilado muchas veces entre proclamas de derechos del niño y mandatos represivos, desplazándose conflictivamente durante el siglo xx por territorios de interpretación confrontados: entre la libertad del niño y la autoridad del adulto. Recorramos el siglo xx partiendo de esta hipótesis acerca de la tensión entre permisión y represión:

1. Algunos periodos del siglo se han caracterizado por una ubicación del niño en el centro de la escena educativa, con argumentos relacionados con la valorización de la “naturaleza propia del niño”, con una notoria recuperación de la idea  de libertad infantil y con un énfasis puesto en el aprendizaje y en la imposición  de límites a la autoridad del maestro.

  1. El período inicial es el que corresponde a las primeras décadas del siglo, en  el cual tanto la divulgación de las ideas y propuestas pedagógicas del Movimiento de la Escuela Nueva” como del psicoanálisis dan lugar a un reconocimiento  del niño y a un conjunto de críticas a los adultos por oprimir su espontaneidad y  sus intereses. El niño comenzó a ser objeto de miradas disciplinarias (en particular, de la psicología) que toman como objeto de análisis la naturaleza propia  del niño y discuten el fenómeno de la autoridad escolar, postulando la importancia del estudio del niño y de la renovación de metodologías, planes de estudios  y normas escolares. La infancia como edad se resignifica en tanto tiempo genético de un nuevo orden social durante el período que transcurre entre la Primera  Guerra Mundial y la Segunda, al calor de la expansión de posiciones socialistas.

Esta mirada al niño y a la escuela sucede a la etapa fundadora del sistema escolar y remite a las múltiples experiencias de renovación pedagógica en distintos lugares. Pensemos en la experiencia de Olga Cossettini, en Rosa Ziperovich,  en Jesualdo, en Luis Iglesias y en tantos otros educadores.

  • El segundo período es el que corresponde a las décadas del ’60 y del ’70, durante las cuales se configura un nuevo imaginario sobre la infancia a partir de la  divulgación de distintas corrientes psicológicas y psicoanalíticas, de la pedagogía de la autogestión, la psicología genética, la pedagogía antiautoritaria, la literatura infantil. La infancia es analizada por un conjunto de disciplinas frente  a una sociedad que comienza a transformarse en forma acelerada desde el punto de vista social, cultural y político. Los niños se tornan objeto del mercado, de los medios masivos, de la publicidad, pero también de nuevas políticas.

Pensemos en los textos y canciones de María Elena Walsh, en los artículos periodísticos de Florencio Escardó, en la preocupación por la influencia violenta y  colonizadora de la televisión, en la historieta Mafalda. Lo que entonces se  denominaba “conflicto generacional” fue un `tema reiterado en debates públicos, escritos y experiencias educativas de la época.

II. Otros períodos se caracterizaron por un borramiento del niño, por una sujeción de la población infantil a la Nación, a la raza o al Estado, mediante políticas represivas. La más directa eliminación del niño, su subordinación al poder del Estado y la inscripción de la infancia en un imaginario fundamentalista permanecieron también en el imaginario de algunos períodos del siglo xx.

a) Desde esta lectura, es posible pensar el período correspondiente a la década del ’30, cuando se produce en Europa el surgimiento del nazismo. Existía una “teoría del niño” que daba sentido a muchas de las medidas relacionadas con la selección racial de los elementos de la población infantil del país nacionalsocialista. El desprecio del débil y la obediencia al poderoso son el núcleo de toda ideología fascista,*’ y desde esta perspectiva la autoridad del poder (de la raza, de la clase o del Estado) se concibe como determinante de la identidad del niño.

En la Argentina la política educativa de los gobiernos conservadores de la década del ’30 estuvo permeada por este imaginario, en el que la población infantil debía tener una fuerte sujeción al Estado. La educadora Olga Cossettini calificó esa política educativa como una “pedagogía de la perversidad”.

b) También es posible situar el período de los años ’70, caracterizado por la presencia de dictaduras militares en América latina. Como respuesta regresiva, los niños fueron convertidos en botín de guerra (hijos de desaparecidos), se operó la sustracción de sus identidades y se instalaron diversas formas de control privado-familiar de la vida infantil desde el poder del Estado. En la ruptura de la cadena generacional que ligaba a los niños con sus padres, y en la ubicación de éstos en otras cadenas (las de los apropiadores), los niños fueron anulados como sujetos.

Desde el “¿Dónde está su hijo?” hasta las múltiples medidas persecutorias tomadas en las escuelas, una política represiva de la libertad y autonomía del niño atravesó el clima de la época y dejó un sustrato cultural para la viabilidad de posteriores políticas económicas de corte neoliberal que sumaron ajuste y pobreza. Basta revisar las revistas femeninas de divulgación del período para reconocer la agenda de temas de la opinión pública.

Lo que nos interesa destacar es que los movimientos sociales liberadores los suceden , en muchos casos, fuertes políticos represivos , y estos ciclos, leidos en clave política, pueden pensarse también respecto de los cambios abruptos en los imaginarios sobre la educación infantil. Esto está presente en la relación entre las generaciones en los procesos educativos, en la cual se expresan en algunos conflictos escolares huellas de imaginarios históricos contrapuestos. Por último,  entre los movimientos renovadores de signo utópico y las políticas represivas de  fuerte control social se sitúan muchas experiencias históricas.”

En la actualidad encontramos esta tensión entre represión y permisión, que es  síntoma, entre otras cosas, de cómo la crianza y educación de un niño resultan  hoy un prisma para observar las dificultades de la generación adulta para construirle un horizonte. Horizonte extensible a la sociedad en su conjunto.

Las tesis sobre el niño

“En la pedagogía de la autoridad es fatal el papel del dominador. La pedagogía  liberal, que intenta soslayarla, cae en la misma trampa” (Celia Oriz de Montoya,  1932).

“La autonomía se va constituyendo en la experiencia de varias, innumerables  decisiones, que van siendo tomadas” (Paulo Freire).

La historia de la educación y de la pedagogía está vertebrada por tesis acerca del niño que tienen la versatilidad, en muchos casos, de permanecer en el tiempo como residuos de concepciones sustancialistas que están en la base de muchas prácticas educativas, pero que a la vez cristalizan y sedimentan un tipo de  relación histórica entre las generaciones.

La pedagogía moderna impugnó una tesis clásica, la que se refería al niño como  a un “adulto en miniatura”. Hoy, en el contexto de rediscusión de las fronteras  entre las edades, aquella tesis vuelve a adquirir significado en el debate pedagógico atendiendo a las transformaciones de la experiencia social contemporánea. Acompañando la controversia acerca de la condición infantil o adulta del niño, se reeditan otras tesis relacionadas con la maldad o inocencia y con la autonomía o heteronomía del niño.

Intentemos un recorrido histórico por estas tesis, para dar cuenta de los conceptos.

J.- J. Rousseau, el filósofo ginebrino, es recordado como un referente en la historia de la infancia por haber afirmado en el siglo xviii el mito de la inocencia infantil, tesis a partir de la cual se enfrentó a las posiciones eclesiásticas y a la pedagogía de los jesuitas, que partían de la concepción de la existencia del pecado original en el niño. La inocencia de la infancia fue un valor recuperado más adelante por las pedagogías de corte espiritualista (que retomaban al filósofo Karl Krause y que seguían a Frederich Froebel), y la tendencia del niño al bien fue un argumento para la promoción de prácticas escolares de mayor libertad. El Movimiento de la Escuela Nueva y otras corrientes recuperaron la idea roussoniana sobre la bondad infantil para cuestionar la excesiva autoridad del maestro y para reclamar una urgente renovación de la educación.

La tesis acerca de la maldad del niño nos remite a la criminología del siglo xix, que encontró en C. Lombroso un anatema de la tendencia del niño al delito, y a las posiciones de los pedagogos positivistas, que definían su naturaleza como la del salvaje de las sociedades primitivas.

El pedagogo positivista Víctor Mercante sostenía que el mal existe en el organismo social y que los instintos maléficos del niño deben ser combatidos; de allí que la escuela tiene que llevar adelante un régimen de libertad controlada.

Pero la misma tesis nos acerca también a Sigmund Freud, quien, según algunos autores, puso entre paréntesis la proclamada inocencia infantil, aproximándose a la interpretación tradicional sobre la maldad del niño y situándose en contra de los seguidores de Rousseau. Algunos de sus discípulos interpretaron que su tesis acerca del niño como “perverso polimorfo” le atribuía “maldad criminal”.

Tema permanente de la historia de la infancia, la bondad o maldad del niño moduló vínculos educativos de confianza o de control, fue argumento para distintas lógicas de la enseñanza y permea aún los prejuicios sobre el niño-alumno.”

En algunas interpretaciones actuales del delito infantil y juvenil persiste esta visión sobre la naturaleza maligna del niño, que se acentúa en el caso de los pobres y los marginales, y se convierte en fundamento para la defensa del descenso de la edad de imputabilidad del menor. Está presente también en el debate  sobre los castigos corporales, reeditado en esta última década, en el que se proclama el retorno a prácticas medievales.

Como reverso, la presunción de la inocencia infantil ha sido argumento jurídico  para justificar la institucionalización del niño en las políticas de minoridad; la  idea de “protegerlo” implicaba su encierro de por vida, según la ley de Patronato de Menores (1919), hoy en proceso de derogación. Por otra parte, durante  mucho tiempo la tesis acerca de la inocencia del niño favoreció la pauperización  de productos culturales” y la infantilización de los discursos pedagógicos.

Estas tesis operaron como mitos” y dieron un estatuto rígido a la identidad infantil, y si bien tuvieron como condiciones de producción histórica otros escenarios, se repiten acríticamente ante el drama que inunda hoy los vínculos entre las  generaciones. Reducen la cuestión de los instintos infantiles y las violencias de  origen social a interpretaciones morales, toman auge en sociedades desquiciadas  y amenazadas como argumentos esencialistas que traslucen los miedos de la sociedad y la ausencia de políticas interesadas en el futuro de la población infantil  y ponen en escena la cuestión de la responsabilidad pública frente a los niños.

La tesis de Rousseau sobre la inocencia infantil permitió ubicar históricamente  al niño en un lugar diferencial respecto del adulto, cuestionando el castigo y reclamando un mayor respeto, en una época en la cual las prácticas vigentes impedían la expresión y espontaneidad de los niños.

La tesis de Freud acerca de la existencia de la sexualidad infantil, en cambio,  más que apelar a un mito diferenciador permitió ubicar al niño en un lugar de  mayor paridad respecto del adulto y afirmar la presencia de lo infantil en este  último.

A esta altura de los debates, lo que importa es cómo los adultos, y en este caso  los maestros, construyen una mirada del niño que lo que perfila es al que mira.

La construcción teórica y social de la infancia denuncia más que nunca en este  fin de siglo los pensamientos, deseos y temores de una sociedad.

Otra de las tesis acerca del niño que han atravesado la historia de la educación  se refiere a su autonomía o heteronomía, tesis que se articula con el problema    de la autoridad, con los lazos entre las generaciones y con el papel de la educación frente a un sujeto en constitución.

Retomemos un debate respecto de la autonomía.” Me refiero al que se produjo en el Congreso de la Liga Internacional de Educación Nueva en Locarno, en 1927, en el que el tema oficial fue “La libertad en la enseñanza”.” Para entonces, el Movimiento de la Escuela Nueva había dado lugar a la multiplicación de experiencias educativas con un mayor protagonismo del niño (asambleas, formas de autogobierno escolar, etc.). El debate se centró entonces en las distintas interpretaciones sobre la libertad del niño y en las formas de combinar las leyes propias de la infancia con las leyes del adulto.

Para Antonio Gramsci, el militante comunista italiano que estuvo muy conectado con este debate (porque conocía el movimiento escolanovista pero también la pedagogía fascista), el problema se resumía en cómo articular el desarrollo interno del niño (su libertad, su espontaneidad, su actividad, en síntesis, su “naturaleza propia”, cuestiones resignificadas por la Escuela Nueva) con la cuestión de la coerción ejercida por el adulto. Tampoco el adulto debía quedar atrapado en las “necesidades” del niño, en las leyes de la infancia ni en su prohibición, en una ajenidad respecto de aquéllas.

Gramsci sostuvo que “el hombre es toda una formación histórica, obtenida con la coerción […],5` y desde allí impugnó la idea de educar entendida como “desovillar” algo ya existente en el niño, pero también la de educar como una tarea exclusivamente reservada al adulto. En todo caso, la educación de la infancia debía concebirse como una tarea política, que a la vez que incluyera una didáctica democrática (moderna y renovada) se articulara con el proceso de construcción de una nueva hegemonía cultural. Aquel debate se refería en un registro

a la lógica de las instituciones (convulsionadas por la defensa de la autonomía de los niños y jóvenes), pero en otro a las formas de interpretar la constitución de la subjetividad infantil y a la intervención del adulto-maestro: si la autonomía es resultado de un despliegue del interior del niño, de su naturaleza propia, de lo que en aquella época se enunciaba como “espontaneidad infantil”, o si en todo caso es el resultado paradójico de una tarea imposible.”

Castoriadis señala en este sentido que la imposibilidad de la educación radica en “apoyarse en una autonomía aún inexistente a fin de ayudar a crear la autonomía del sujeto”,” en promover las decisiones del sujeto partiendo de su inscripción en la cultura instituida. Esta oposición entre libertad y autoridad, entre “necesidades” del niño y “mandatos” del adulto, sigue permeando los debates del siglo xx. Las discusiones didácticas sobre el aprendizaje de la lectoescritura, las polémicas sobre el consumo de televisión por parte de la población infantil y las interpretaciones sobre los derechos del niño están muchas veces atravesadas por estas opciones confrontadas, que remiten al difícil equilibrio entre posiciones de niños y adultos en la trama de una cultura y de una sociedad.

Más que aferrarse a tesis ideológicas, una renovación de la educación infantil debe atender tanto al debilitamiento de las tareas de transmisión cultural de los educadores como a las nuevas identidades de los niños. Desde allí será importante construir una posición más compleja del educador frente a las situaciones cotidianas que se presentan en las aulas: entre los deseos del niño y las normas instituidas hay decisiones autónomas del adulto que deben poder equilibrar consenso y coerción y que no deben obviar la posición diferencial que ocupa, en el proceso de transmisión, su lugar de educador. ; ‘

La cadena de las generaciones

“Siempre existe un desgarro en la tensión existente entre una transmisión, por más lograda que ésta sea, y un deseo que intenta situar al sujeto en el espacio mismo de su verdad, de su vida, de su existencia. […j lograr una transmisión equivaldría a preparar al niño para afrontar las dificultades de la existencia” (J.Hassoun).

El fin de siglo nos enfrenta, como educadores, a algunos desafíos, ante la presencia muchas veces salvaje de las lógicas del mercado y ante la ausencia de un protagonismo sostenido del Estado. La población infantil ha dejado de ser concebida como una promesa para el futuro; los procesos de globalización económica y las políticas neoliberales han generado un cambio sustantivo, que dio lugar a complejas combinaciones entre reconocimiento de los derechos del niño y políticas represivas, entre discursos universalistas y convalidación de la exclusión social de amplios segmentos de la población infantil.

Podemos sostener que durante el siglo xx se ha producido un pasaje de la búsqueda de sujeción de los niños a las instituciones (familia, escuela, Estado, Nación) a su desujeción por la crisis de éstas. Pero mientras en otras épocas ciertos imaginarios de la sociedad civil (anarquismo, hippismo, entre otros) podían sostener la impugnación al Estado, a la escuela e inclusive a la institución familiar (concebidos como opresores, como aparatos caducos), defendiendo la posibilidad de nuevos tipos de vínculos e instituciones, esto se topa en la actualidad con dificultades notorias.

 La escuela pública, entre otras instituciones, se ha resignificado en estas últimas décadas como un espacio privilegiado para la población infantil en un con texto de desintegración social, diversidad cultural y fuertes cambios respecto  del sentido de lo público. Sin embargo, las deterioradas condiciones de trabajo  docente y el nuevo estatuto de la pedagogía, afectada tanto por la multiplicidad como por la dispersión de saberes, denuncian las dificultades de la empresa decimonónica de escolarización y pedagogización de la infancia.

Por otra parte, ya no es la escuela la que produce “las” definiciones acerca de la  infancia o discute críticamente las definiciones heredadas, sino que son los niños los que desafían a redefinir las escuelas; de esto resulta tanto un emergente de la crisis de éstas como de las nuevas características del tejido cultural y  social.

En forma condensada, podemos situar algunas de las problemáticas ligadas con  la niñez que se presentan hoy en las escuelas:

  1. problemáticas culturales y sociales relacionadas con el impacto de los procesos migratorios que modifican a  la población infantil e interpelan a la cultura escolar (diversidad, tipos de  crianzas familiares, lenguajes, valores, etc.);
  2.  problemáticas sociales y culturales relacionadas con el trabajo infantil y la pobreza;
  3. problemáticas relacionadas con el impacto socializador e identificatorio del consumo sobre los niños;
  4. problemáticas relacionadas con la conflictividad propiamente escolar  (violencia, etc.). La cuestión que se debe profundizar radica en cómo configurar una nueva mirada pedagógica de la infancia hoy frente a esta diversidad de  problemáticas emergentes, frente a  lo que informes recientes evalúan como un estallido de los sujetos de la pedagogía moderna.                                                                         

Para ello se necesita, en primer lugar, una mirada con dimensión histórica, en la  medida en que ella permite restituir la cadena histórica entre las generaciones  en un contexto de desintegración de lazos sociales y volver a ubicar la “condición humana” de todo proceso educativo para desde allí potenciar demandas,  desafíos y ejercicios de responsabilidad pública,” mirada que vuelva a interrogar los problemas interculturales y sociales de las escuelas a través del tiempo  y que recupere la memoria de las mejores experiencias de educación infantil.

Pero debe ser también una mirada hacia lo contemporáneo, atenta al devenir y  a los registros de temporalidad de cada generación, en un esfuerzo de descentramiento de los adultos que favorezca la construcción de una nueva posición  educadora acorde con condiciones históricas siempre cambiantes, que explore  el impacto de las nuevas tecnologías, de los cambios perceptivos, de las formas  de construcción de conocimiento, de los procesos de identificación infantiles,  de los cambios en la cotidianidad.

Por último, tendría que comenzar a ser una mirada constructora de futuros que  potencie tanto las demandas como las autocríticas, la imaginación pedagógica  y la toma de decisiones relacionadas con el cuidado y la orientación de las trayectorias escolares de los niños,” que permita producir nuevos pactos y abrir  puertas a tiempos más justos y dignos paró la población infantil.

El educador de niños” se mueve siempre entre la sociedad de los niños y la sociedad de los adultos, pero también entre los lazos familiares y los lazos políticos, entre la privacidad doméstica y la esfera pública, y entre el pasado y el futuro.

La constitución del niño como sujeto se relaciona con esas tensiones, en las cuales lo que está en juego no es sólo su posición y su crecimiento sino, además, la posición del adulto y los proyectos de una sociedad. Las políticas crean las condiciones para que la educación se torne posible, y en ello la dignificación del trabajo docente resulta clave. Pero en la educación de los niños se juega también la singularidad del vínculo entre un adulto y una generación en crecimiento, trabajo del tiempo y del deseo, de transmisión siempre renovada.
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